Híjole, ¡doce plazas!
En aquel 1956 Joaquín era un joven clavadista, además de arquitecto, de 27 años de edad, con toda la vida por delante, con muchos sueños y más aún que aprender, la fama lo rodeó, le llegó rápido y no contó ni con las herramientas emocionales, ni con las personas indicadas a su alrededor para controlar todo lo que se le vino, y esa historia maravillosa, de aquel joven prodigio de los clavados, tomó un rumbo inesperado y desafortunado.
Problemas personales lo hicieron perder a su joven familia, cayó en el alcoholismo, perdió amigos, dinero, rumbo; probablemente hubiera podido terminar un ciclo olímpico más y llegar a los Juegos de Roma 1960 y ese brillo que ya tenía hubiera alcanzado un incalculable valor pero… no fue así…
Cuando tuve la oportunidad de conocer a Joaquín Capilla era ya un señor que asumía el peso de su historia, todo lo que esto representaba, la parte brillante, la glamorosa en la que presumía haber sido, de cierta forma, actor de cine (tuvo una pequeña participación en “¡Paso a la Juventud!”) pero también la difícil y triste. Pero salir del hoyo en el que el alcoholismo lo puso fue peor que todas las finales que había enfrentado si se las hubieran juntado, todas las horas de entrenamiento sin descanso… la parte más dura fue, sin duda, dejar de ver a su hija. Yo lo conocí como un hombre profundamente agradecido con la vida y con Dios.
Más de una vez lo vi hablar con niños, animarlos, hacerlos reír; hablaba y hablaba mucho y muy rápido, como si eso evitara que perdiera el hilo de su discurso, como si se tratara, a veces, de algo ensayado, pero no, simplemente era la cascada de ideas, sentimientos, pensamientos, tal vez era recuperar ese tiempo en el que puso pausa a su vida para recuperarla, y había que ponerle atención porque si no, entonces uno se perdía en esa cascada.
Parecía siempre estar feliz, parecía siempre estar contento, pero las dificultades continuaban a su lado, después nos enteraríamos; yo lo vería directamente al visitarlo un día en su casa, en el departamento donde vivía con su segunda esposa, Carmen Zavala, Carmelita, su compañera de vida quien también lidiaba con sus propios problemas de salud.
Eran dos enamorados, grandes compañeros que se cuidaban uno a otro como podían, se corregían, a veces se reclamaban, tal vez más Carmelita a Joaquín, mientras él parecía asumir siempre que le tocaba ceder, le tocaba hacerla feliz, ayudarle a que se sintiera cómoda y segura. Aquella ocasión que entré a su casa, entramos, intentamos hacer una entrevista, misma que se interrumpía continuamente porque Carmelita lo reclamaba a su lado.
Pero siempre se emocionaba al hablar de clavados, al hablar de sus competencias, al recordar aquellos años, “híjole”, era una de sus palabras, “¡Qué bárbaro!”, era otra de sus frases que pronunciaba al mismo tiempo que movía sus manos para enfatizar lo que explicaba…
Ese era Joaquín… El hombre que también ganó medallas Centroamericanas, Panamericanas y que recibió en 2009 el Premio Nacional del Deporte en Trayectoria…
El hombre que abrió un camino en México a los clavados que, desde entonces, no ha dejado de darnos maravillosas historias, que es hoy el deporte que más medallas olímpicas ha dejado a la cuenta de nuestro país con 14, es decir, el 20.58% de las 68 que se han ganado hasta Río 2016, y que, seguramente, serán más este año cuando, en un hecho histórico, viaje equipo completo, 12 plazas, las 12 que se pueden ganar desde que se integraron los clavados sincronizados en Sydney 2000 y en los que sueña, en trampolín, Paola Espinosa, la más experimentada, la más ganadora hasta hoy, la que espera estar en sus quintos Juegos, quintos, cinco ediciones, cinco ciclos… ¡toda una vida!
Joaquín nunca se involucró en la Federación, la Conade, en algún momento, le dio la oportunidad de laborar como entrenador y, me atrevo a parafrasearlo y digo, “¡híjole!”, seguro desde donde está, ve el panorama, la complicación administrativa que tiene a todos los clavadistas, los que ganaron las plazas y los demás, en jaque, en ascuas, y a muchos de ellos Capilla los vio niños, chiquitos, y ellos saben que son la continuación de lo que él inició.
Así que, echémonos un clavado en el reloj… esperemos, recordemos y reconozcamos la historia.
Y esperemos decir en Tokio: “¡Híjole, mira México cuántas medallas en clavados!”
Betty Vázquez es Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UNAM, con experiencia en Periodismo Deportivo por más de 20 años y coberturas en Juegos Olímpicos, Paralímpicos, Mundiales, Panamericanos y Centroamericanos.